1 de enero de 1881. Discurso fundacional de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Salamanca. Isidoro García Barrado

No por mi voluntad, sino por acuerdo de mis compañeros, los Consejeros de la Caja de Ahorro y Monte de Piedad, voy a molestar vuestra atención por algunos instantes, reseñando ligeramente la importancia de la institución que vamos a inaugurar, y marcando las ventajas que ora a la agricultura, ora a la industria, ya a las clases trabajadoras puede proporcionar, si como esperamos, estas clases, conociendo sus intereses, nos ayudan en nuestro ímprobo trabajo. Vamos a inaugurar también otra institución no menos importante, no menos bienhechora, institución cuya historia de nacimiento da clara muestra de los caritativos sentimientos de este honrado pueblo, y cuya fe de bautismo es un poema que cantará eternamente el desinterés de sus hijos, el agradecimiento de los pobres, y la admiración de todo el mundo.

Lástima grande que otra pluma mejor cortada que la mía, que otra voz más elocuente, que otra persona de más conocimientos, de más edad y hasta de menos ocupaciones, no se haya encargado de desempeñar el trabajo que pesa sobre mis hombros. Bien sé que estoy muy lejos de merecer el honor que el Consejo me ha dispensado y mucho más de corresponder a sus deseos y a la solemnidad del acto. Por esta razón, y no por vano recurso retórico, espero de vosotros un juicio benévolo, ya que mis intenciones y mi voluntad han sido guiadas por un acuerdo de mis distinguidos compañeros.

Cada época, cada período histórico, ha tenido sus ideales y sus problemas que resolver. Los primitivos tiempos, teocráticos por excelencia, buscaban a sus dioses en las manifestaciones de la vida y en las armonías de la naturaleza. Allí donde la fuente murmura, donde el ave canta, donde la flor se mece, donde el sol nace y se oculta, aparece una manifestación de los dioses que han creado el universo y le gobiernan a semejanza de los reyes de la tierra. Resolver el problema religioso es su ocupación más grata, su ocupación predilecta. Y como desde los primitivos tiempos las concepciones de los dioses, aun cuando con formas variadas, han sido siempre con parecidos atributos, los indios aspiran a confundirse con Bhahama después de una serie de emigraciones ascendentes, y encuentran la felicidad absoluta, la felicidad única, en la absorción del individuo por Dios. El estacionamiento y la muerte de los pueblos orientales es obra de sus religiones. La felicidad no se encuentra en la vida; es preciso buscarla en la muerte. Allí donde la vida se apaga nace la vida del paraíso, la vida de los dioses, la vida de la inmortalidad.

Este problema religioso se transforma completamente en los pueblos de la Europa meridional. Pueblos más jóvenes que los pueblos orientales, poseedores de un suelo riquísimo, de una vegetación lozana, de un cielo explendente y bello; poseedores también de una ciencia que creen patrimonio del genio y de un arte que creen patrimonio de los dioses, aspiran a la vida del planeta, como los pueblos del Oriente aspiraban a la vida de lo desconocido. El Olimpo, que es el lugar ocupado por sus dioses, por los dioses del arte, coronados de flores y de siemprevivas, dioses completamente terrenos, completamente humanos, dirigiendo aquel los combates, alimentado el otro el fuego sagrado, inspirando aquel el arte y el otro dirigiendo los negocios públicos; este lugar, repito, de los dioses puede ser ocupado por héroes como Alejandro, por poetas como Homero, por filósofos como Platón. Y como los dioses se ocupan de gobernar los estados, como no es ya el problema religioso la única ocupación de los oráculos, ni de los dioses mayores y menores, el pueblo griego aspira a gobernar y a vivir la vida del espíritu y la vida del cuerpo. Surge entonces otro problema, el problema político, el problema de la vida de las naciones. Instruido el pueblo griego y el pueblo romano en las máximas de sus filósofos, desconocedores de la igualdad humana, dividen el mundo en vencedores y vencidos, en esclavos y libres, en trabajadores y parásitos, en helenos y bárbaros, en ciudadanos romanos y extranjeros sin derechos. De vez en cuando se escucha la voz de un filósofo que proclama la fraternidad humana, o la voz de un guerrero que intenta unir el Oriente con el Occidente; pero la voz del primero no se escucha y muere entre los sarcasmos del pueblo y las bufonadas de sus contemporáneos, apurando la copa de cicuta, que es el premio de la gran    verdad   proclamada ;  y la voz del segundo, aun    cuando  se  abre paso por medio de las terribles falanges  macedónicas, se estrella y  muere  ante   la  oposición  del  siglo  y  el  egoísmo  de   los   griegos.

Y  pasan  siglos  y  siglos,  y  se derrumban  imperios  y  surgen   nuevas monarquías  y  nuevas   repúblicas,  y el problema político continúa en el mismo estado. Por otras partes aparecen el mismo fenómeno : la libertad no se explica ni puede sostenerse sin la esclavitud; los señores no pueden vivir sin los siervos. La voz tribunicia del fraile Savanarola se levanta en medio de la Edad Media para protestar en nombre de una religión de paz, en nombre de una religión humanitaria, del olvido en que se tenían las doctrinas del crucificado. Juan Hus levanta desde un miserable rincón de Alemania el estandarse de la fraternidad y del individualismo que, con la reforma religiosa, el descubrimiento de la imprenta, el renacimiento de las ciencias y de la literatura paganas, abre paso a las grandes reformas sociales desarrolladas en el sigo de los enciclopedistas.

Desde entonces el problema social preocupa a todas las escuelas; y la filosofía con sus principios, y la moral con sus máximas, y la economía con sus consejos, conspiran a una en mejorar el estado actual del obrero ya libre, ya ciudadano, pero esclavo todavía de su trabajo o de su propia miseria. Reparad, a pesar de tan grandes progresos como se han verificado, en la precaria condición de las clases proletarias: el labrador, ese artista divino, que arranca del seno de la tierra el maná que lleva la vida a nuestras venas; ese Prometeo, que transforma la árida roca con el sudor de su frente en manantial fecundo de frutos y de flores, no tiene ya, es verdad, por enemigo a los dioses, por señor a un noble guerrero; pero en cambió él, que produce la vida, se muere de hambre; él, que nos da la libertad, permanece esclavo en aras del usurero. Reparad en el obrero industrial; su misión elevadísima corre parejas con sus necesidades; él, que construye vuestras casas, vuestros palacios y vuestros edificios suntuosos, no tiene donde albergarse; él, que fabrica vuestros vestidos y da forma a las ideas por medio de la imprenta, y  a los sentimientos por medio del arte, y a la voluntad por medio del trabajo, no tiene ya, es verdad, por obstáculo la jerarquía, por enemigo el trabajo privilegiado, la tasa, el jurandum, la coroca, y el injusto monopolio por ley . . . y sin embargo, el espectro de la miseria aparece a sus puertas cada día que el salario le falta, cada año que su existencia avanza, y sus fuerzas disminuyen.

Reparad también, por último, en ese pobre anciano que se acerca a vuestras puertas implorando la caridad pública; en su cara lleva el sello de la miseria, el sello de la lucha entre la vida y la muerte. Sus vestidos viejos y andrajosos, antes que abrigos para su cuerpo, parecen signos de escarnio; pues bien, ese mismo anciano, mientras fue joven, ganó su vida con su trabajo, mientras tuvo fuerzas, fue el sostén de una numerosa familia y hoy solamente vuestra caridad puede salvarle la vida.

¿Qué sucederá si vuestra caridad le falta? ¿Se entregará en manos del crimen? ¿Caerá en brazos de la muerte? Hay una virtud que si no cura radicalmente estos males, al menos puede aliviarlos. Hay un derecho que si no cura radicalmente esta llaga extendida por todo el cuerpo social, al menos contribuye a cicatrizarla: aquella virtud se llama ahorro; este derecho se llama asociación.

Con la primera se aleja la miseria, se diviniza la propiedad y se disminuye el crimen; con la segunda se multiplican las fuerzas, se emancipa el trabajo manual y el obrero se convierte por virtud de sus ahorros, por misterio de fuerzas, en dueño y en propietario.

Pensad, meditad en el valor del ahorro: figuraos las mejoras que podéis acarrear a vuestros hijos, a vuestras mujeres, a la sociedad, a vosotros mismos, si en lugar de consumir superfluamente lo sobrante de vuestros jornales, los depositáis en una Caja de Ahorros, arca santa y bolsa del pueblo. Desde el primer día que depositéis lo sobrante de vuestros salarios en la Caja, apreciaréis el valor de la propiedad; mas adelante si alguna enfermedad os aqueja, vuestros ahorros, cual ave del cielo, llevarán consuelo y pan a vuestra familia, alivio a vuestros males; la justicia no será ya la mano de hierro que os maltrate, ni el orden un enemigo a quien sea preciso destruir, ni la vejez un enigma espantoso, ni el capital un tirano, ni el trabajo una condena, ni el vicio una tentación constante, ni la moral un mito, ni la propiedad un robo. Todo al contrario: el real depositado en la Caja cada día, cada semana o cada mes, será la base de la emancipación del trabajo, extirpará los vicios, mejorará la condición moral de nuestros obreros, estimulará la previsión, creará modestos patrimonios a los hijos del trabajador, hará productivas por acumulación cantidades que de otro modo quedarán improductivas, y por último, será el medio más eficaz de llegar sin trastornos, sin motines, sin asonadas, a ese bello ideal, por el cual todas las escuelas trabajan, por el cual todos los individuos conspiran : la redención del obrero.

El siglo XVIII, ese siglo que al hundirse en la eternidad, dejó proclamados nuestros derechos naturales, abolidos los privilegios, suprimidas las justicias señoriales, las annatas y la primogenitura: ese siglo gigante, atlético, fue también el siglo en que por primera vez aparecen las Cajas De Ahorros. Difícil es señalar su primitiva patria y su afortunado iniciado: ven algunos germinar la idea en los economistas italianos y practicarla por vez primera por los Estados Unidos de América; aseguran otros que es obra original de Luis XVI, ese mártir de una causa caduca; quién opina que la gloria pertenece a Berna; quién, por último, atribuye la idea a Bentham, ese apóstol del interés, y su realización primera a una benéfica mujer, Miss Priscilla Wakefield, que hizo su primer ensayo en Tottenham en 1803.

Lo cierto es que los primeros albores de nuestro siglo vienen confundidos con los primitivos destellos de estas instituciones. Inglaterra con sus penny-banks, con sus sawings-banks, y Austria con sus sparkassen, e Italia con sus cassa di risparmio, y Hamburgo con sus versorgungsanstalt y Francia con sus Cajas de Ahorros, dan en aquella época clara muestra de la vitalidad, que posteriormente han desarrollado, y del halagüeño porvenir que las espera. Fijaos ahora en algunas cifras que demuestran el próspero estado de las Cajas de Ahorros. En el año de 1870 había en todas la Cajas de Europa la considerable suma de 200 millones de libras esterlinas, correspondiendo a cada habitante 28 francos, del siguiente modo distribuido : 123 al de Dinamarca; 85 al de Suecia; 48 al de Inglaterra; al de Austria 44; 33 al de Prusia; 19 al de Bélgica; al de Francia, 18; al de Italia, 11; al de Holanda, 7 y 6 al de España. En 1874 los imponentes en Europa pasaban de 12.270.000, perteneciendo un imponente por cada cinco habitantes en Suiza; uno por 6 a Dinamarca; uno por 12 a Alemania y uno por 18 a Francia.

Las Cajas de Ahorros en Bélgica, en Alemania, en Francia, en Inglaterra y en Suiza, viven independientes de los Montes de Piedad, y sus fondos ingresan en el Tesoro Público. Los gobiernos de estos países hacen esfuerzos sobrehumanos para facilitar el ahorro, ora tomando bajo su crédito las Cajas, ora poniendo en cada oficina de correos una sucursal y un centro en cada administración de rentas; un penique, un franco, diez céntimos ahorrados cada semana o cada día pueden depositarse a todas horas y en todos los lugares, sin temor a incautaciones, sin miedo a los trastornos políticos y a las necesidades del Estado. Francia ha pasado por dos grandes crisis que prueban lo que acabamos de decir: la crisis de 1848 y la de 1870. Todos recordaréis la violenta sacudida de los días 22 y 23 de febrero, que conmovió a todos los Estados de Europa, que trajo al poder el llamado cuarto estado, que creó los talleres nacionales y llevó a la práctica el socialismo de Luis Blanc;  pues  bien,  cuantos  esfuerzos  se  hicieron  para  evitar  la  crisis  que amenazaba, cuantos peligros se desafiaron por encauzar aquella revolución en nombre del individualismo, cuantos recursos se agotaron para socorrer a las clases proletarias de París, y dar fuerza al Gobierno provisional, fueron   inútiles. El numerario comenzaba a agotarse; los obreros se insurreccionaban al grito de “la vida por el trabajo o la muerte por el combate”, los ataques violentos a la propiedad, los incendios y las muertes se sucedían por todas partes; los Montes de Piedad se atestaban de ropas y alhajas; los imponentes de las Cajas de Ahorros solicitaban a una sus capitales, y el Tesoro Público, cada vez con menos recursos, con más apuros a cada momento, amenazaba una bancarrota. Aquel Gobierno, sin embargo, digno por su entusiasmo, por su buena fe, por su amor al trabajador y por su patriotismo, de mejor suerte; aquella Asamblea nacional intrépida, heroica en su mayor parte; aquellos hombres de Estado como Lamartine, ese poeta y Cavaignac, ese general ciudadano, exponen cien veces sus vidas, luchan unidos por salvar a la Francia, su patria querida, concluyen con la anarquía, reconstituyen el Tesoro Público y logran salvar los ahorros de los pobres, mirados por aquellos como sagrados. Idéntico fenómeno se repite veintidós años después, y de igual modo se resuelve; en medio de los estragos de la guerra con Prusia, en medio de los excesos del comunismo, que vuelve a aparecer triunfante como en Mayo de 1848, cuando la patria está hecha girones; París ardiendo, el ejército imperial preso en Sedam, la Alsacia y la Lorena en poder del enemigo, y Lyon y Marsella y otras poblaciones importantes desgarradas por la sultó factible con la operación mencionada. Todos, unos anarquía, en medio de todo esto, los capitales de las Cajas de Ahorros se respetan y se reintegran.

Desgraciadamente, como en cierta ocasión decía un ministro español, no es posible plantear entre nosotros las Cajas de Ahorros del mismo modo que se hallan establecidas en otros países, donde tantos bienes sociales produce. El escaso crédito de que goza nuestro Tesoro Público; las luchas intestinas de bajo imperio que nos dividen a cada paso; la inmoralidad de nuestra administración; la escasa importancia que se atribuye en España a todo lo que viene teñido con algún color de partido político; quizá nuestro carácter aventurero el año 35, son otras tantas causas que retrasan una mejora tan apetecida, tan necesaria y de tan grande utilidad. Por fortuna la combinación establecida en España de las Cajas de Ahorros con los Montes de Piedad, está produciendo admirables resultados; y en el día se encuentran establecidas estas instituciones en Madrid, Alcoy, Barcelona, Bilbao, Burgos, Córdoba, Alicante, Avila, Jerez de la Frontera, Linares, Málaga, Mataró, Palma, Reus, Sabadell, Sagunto, San Sebastián, Segovia, Sevilla, Vitoria y Zaragoza.

Los Montes de Piedad son bajo cierto punto de vista el reverso de las Caja de Ahorros: recogen éstas las economías y con ellas practican aquellos préstamos.

Grandiosa institución que, además de socorrer al necesitado y aliviar al pobre con lo que es del pobre, y al trabajador con los ahorros del trabajo, mata la usura, esa llaga cancerosa de la sociedad; contiene a los que marchan precipitados por la fatal pendiente de la desgracia; lleva la caridad al préstamo; concilia sus intereses con el derecho de propiedad, y puede llegar a ser, por la moralidad que rige todos sus actos, un auxiliar poderoso de la Justicia.

Comparad los Montes de Piedad con las Casas de préstamos, y de este modo resaltará mejor sus verdadera importancia. En estas el interés se acerca al 50 por 10 de la cantidad prestada: en aquellos no pasa nunca del 8 por 100. En las Casas de Préstamo se busca el interés, la riqueza, el negocio; en los Montes de Piedad se busca la caridad, la beneficencia, el bien de las clases necesitadas, en las Casas de Préstamo se aspira a la mayor ganancia posible, en los Montes se aspira a la mayor beneficencia y al mínimun de interés. El día en que puedan hacerse los préstamos sin interés alguno, el día en que estas instituciones de crédito puedan convertirse en instituciones de beneficencia, habrán realizado sus ideales y satisfecho sus aspiraciones.

Tal  es  la  obra  que  con el trabajo de unos, el  capital  de otros  y  los  buenos  deseos  de  todos  vamos  a  inaugurar.

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